Escupideras.jpg

ESCUPIDERAS EN LOS QUIRÓFANOS

ESCUPIDERAS EN
LOS QUIRÓFANOS

 

Juegos interminables, tensión a ambos lados de la cancha, la pelota de aquí para allá sin irse del espacio delimitado ni tropezar con la red, carreras infernales a los costados, golpes inverosímiles, derroche de fuerza, resistencia y precisión. Luego de un peloteo de más de veinte golpes, los dos tenistas están exhaustos; pero ninguno de ellos piensa siquiera en la posibilidad de escupir para desahogarse.


Toman una toalla y se limpian el sudor. Y de nuevo a la acción. No se imagina uno a Federer escupiendo en el (sagrado) césped del All England Lawn Tennis and Croquet Club tras mirar sarcástico a la cámara y poner los brazos en jarra. Tampoco escupe Carolina Marín, cuando juega sus finales de bádminton; ni Lebron James o Steven Curry cuando se pelean, por enésima vez, el anillo de campeonato; ni Paquito Navarro en los torneos de pádel. Salvo en boxeo, que es inevitable no segregar líquidos por todas partes, y antaño en beisbol, cuando se mascaba, muy machotes ellos, tabaco para pasar el sopor de tres horas de poca acción, escupir no es ni natural ni necesario.

 

Escupen los pájaros, los zorros y las serpientes, por ejemplo, para buscar comida, en defensa propia, demostrar hostilidad o exponer su disgusto. Quizá sea por estas dos últimas razones, y no porque Jesús lo haya hecho para curar a un ciego, que es común ver cómo los futbolistas replicar un documental animal en el terreno de juego. Los escupitajos empiezan, sin más, con el pitazo inicial. En ese momento no hay ni acumulación de saliva, ni incomodidad ni nada: solo el deseo de empezar a abonar el terreno, cuidar del césped con las babas propias, nada como lo hecho por gente de la tierra. Escupe el portero, el defensa, los volantes, los delanteros, el entrenador, el recogepelotas, el aficionado. Incluso, cuando van a comerciales, debe escupir el narrador. Hay quienes en casa, para sentirse más a gusto, han recuperado la decimonónica costumbre de tener a mano una escupidera. Ya en 1853 no era del gusto del muy refinado Manuel Carreño, pero todo sea por sentirse en el estadio.

 

El que esgarra no lo hace más que por un acto de liberación. Cabe preguntarse de liberación de qué, exceptuando el espumarejo que tenía entre dientes segundos antes. Quien sale en defensa de esta costumbre futbolera arguye que hacerlo es liberador, rebaja el estrés y la presión del partido. En definitiva, que se deberían poner recipientes —o no, que escupan directamente al piso y así ayudamos a limpiarlo de paso— en los quirófanos, los despachos y los talleres de siderurgia. Allí sí que hay angustia y rigidez. “Doctor, escupa a un lado, por favor, que se va infectar el paciente si usted continúa esputando encima de la herida”.

 

 
 

Ni el doctor, ni el abogado, ni el mecánico, si estuvieran acostumbrados a ello y además las cámaras los enfocaran y sus pacientes y clientes replicaran el comportamiento, dejarían de hacerlo. Tras la reconvención de la enfermera y un par de días, otro pobre diablo, inconsciente por la anestesia, tendría, entre los puntos de la sutura, el recuerdo del material expectorado por su médico de confianza. Un autógrafo. Más o menos lo de Cristiano Ronaldo en el Mundial del 2010, tras la eliminación de Portugal: lo único que quería era — bienaventurados nosotros quienes recibimos tu agua bendita — dejarle un recuerdo al planeta.

 

Juan Pablo Pablo.