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DE IDA Y VUELTA

 

DE IDA Y VUELTA

LO MEJOR QUE LE PUEDE SUCEDER A UN DUELO DIRECTO EN UNA COMPETICIÓN INTERNACIONAL ES QUE PASE MUCHO TIEMPO ENTRE EL PARTIDO DE IDA Y EL DE VUELTA. ESO SÍ, ES PRÁCTICAMENTE IMPOSIBLE SUPERAR LA LIBERTADORES 2018 Y EL DELIRIO PROCRASTINADOR LATINOAMERICANO.


Y es que alargar el tiempo entre el final del primer partido y el comienzo de la revancha calma los ánimos de los aficionados afectados por la derrota o el resultado adverso (a veces empatar o ganar por poca diferencia hace salir a la gente del estadio no del todo contenta), se sosiegan los energúmenos que al terminar la ida se cansaron de insultar, chiflar y reclamar "un poquito más", con palabras menos ligeras.

Tras la tormenta llega entonces la calma que conduce a los aficionados al estadio con la fe renovada. El partido de vuelta, se piensa, es otra cosa. Se olvida intencionalmente la innegable superioridad del rival, el baile de la ida, los goles encajados y la dificultad de revertir el resultado. Ya nadie habla de las descreídas palabras con las que sepultaron cualquier aspiración de pasar a la siguiente ronda. Ahora ha vuelto la esperanza, la credulidad. Los fieles vuelven al templo sin necesidad de confesarse, siempre ha sido así; el solo hecho de ir a la cancha para el juego de vuelta es la manera de redimir su pasajera apostasía.

Y entre más tiempo haya pasado, mejor. Así, los aficionados no verán en la desventaja un gran escollo camino de la siguiente ronda, sino la oportunidad de una remontada épica en esa noche de chaparrones, frío y barro; la demostrada y sufrida superioridad del rival será neutralizada y sobrepasada gracias a los días de trabajo de los muchachos, que desconocen la anécdota de Bilardo haciendo madrugar a sus jugadores para que vieran lo que era realmente trabajar, cuando los llevó a la mina. Habrá esperanza, confianza y plena seguridad de que las cosas saldrán bien.

Empieza el partido y se da el maravilloso espectáculo, nunca falta, de que la primera pelota que sale por la banda es aplaudida. No importa si la despejó el local o el visitante, si el saque de banda es a favor o en contra. Ese primer lateral se aplaude con una sonrisa cómplice con el vecino y unas ganas propias de alentarse a sí mismo, de motivarse, de no perder el ánimo con que se fue a la cancha.

Solo noventa minutos separan a al aficionado de sus aplausos en el primer lateral, su petición de salir tocando, triangular y no jugar al pelotazo y de regocijarse con el piscinazo de un jugador de su equipo de empezar a insultar, de reclamar rapidez, de no volver a aplaudir ni un disparo al palo, de quejarse por el juego horizontal y pedir el balón "a la olla" y de gritarle a sus jugadores que "dejen de tirarse". Eliminados, con la ilusión internacional desvanecida y lejos del líder en la liga, el hincha recuerda que el fin de semana juegan en casa por el campeonato local.

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Decide que su último grito sea una declaración inequivoca acerca de su relación con esos a quienes paga por ver correr y darle patadas a un balón (eso piensa cuando pierden, en caso contrario son los referentes de la deportividad como metáfora de la hidalguía, el pundonor, la entrega, la humildad y el trabajo en equipo). Se pone de pie, baja las escaleras, se detiene a mitad de camino, se lleva las manos a la boca para crear un efecto bocina que dé mayor resonancia a sus palabras y chilla: "el próximo domingo verá a verlos su puta madre", cuando por dentro, y ya en el vomitorio, se dice a sí mismo "y yo también".

 
 

Juan Pablo Pablo.