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PIOLÍN NO IRÍA AL PALCO

 

PIOLÍN NO IRÍA AL PALCO

EL DÍA ANTES DE TERMINAR CON MI PRIMERA NOVIA FUI AL ESTADIO CON ELLA. LAS CIRCUNSTANCIAS DE NUESTRA SEPARACIÓN SON AJENAS AL NEFASTO RESULTADO DE AQUELLA NOCHE. SÍ, LA GOLEADA FUE ESTREPITOSA Y EL PAPELÓN DEL EQUIPO EJEMPLAR DENTRO DE LOS ANALES DE LA INFAMIA DEPORTIVA; PERO NADA DE ESO TUVO QUE VER CON NUESTRA RUPTURA.


No recuerdo bien cómo se dio ese momento incómodo en que nos sentamos a hablar del tema y terminamos cada uno pagando su café y cogiendo dos taxis diferentes.

Lo único que recuerdo con claridad es que, pese ha haber terminado nuestro noviazgo en los mejores términos, mi ya exnovia no dudó en recordarme, lamentándose por haber cedido a la invitación, que nunca en su vida había padecido tanto como la noche anterior bajo el torrencial aguacero que nos acompañó desde el pitido inicial.

Sin embargo, si me preguntan a mí, lo único rescatable de aquella noche fue el frío y la lluvia. Una lluvia de las que infunden épica, encharcan incluso las canchas con el mejor drenaje, embarrutan el juego e invitan a soñar en remontadas imposibles; donde no importa el buen fútbol, sino las barridas, los deslizamientos y el coraje.

Fue la lluvia, sí, pero también el hecho de que estábamos de pie, como en los viejos tiempos; que no había un espacio libre y nos tocaba luchar por una bocanada de aire con nuestros vecinos; que habíamos hecho una fila kilométrica, horas antes del partido, para conseguir un puesto con mediana visibilidad; que sentíamos de cerca los gritos entre los jugadores, el sonido del balón cuándo es impactado con el empeine, los alaridos de los entrenadores desde la línea del área técnica y el eco lejano de los cánticos de la hinchada rival. 

Esa es la verdadera comodidad desmedida e inigualable. A mí que no me ofrezcan un palco insonorizado, con calefacción, catering, sillones abullonados y televisores individuales. Para eso tengo yo un televisor que no se resiente si le lanzo el control remoto, un sofá al que me ha tomado años darle la horma de mi cuerpo, una manta con un Piolín que hincha por mi equipo y un apartamento en el que los vecinos no se quejan por mis alaridos.

Porque eso es lo otro: además de las "facilidades" de los palcos, se debe mantener la compostura y la formalidad. Buenos modales y corrección política. Nada de gritar los goles en la cara de los directivos del equipo rival, como si uno fuera un cavernícola. No poder dar rienda suelta a mis instintos más básicos y neardentales en un partido de fútbol es como una cerveza sin alcohol, un café descafeinado, una leche deslactosada o un pan sin gluten. 

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No, a mí que me dejen tranquilo con las filas, el griterío, el desorden de la grada y la pasión de las tribunas. O, en su defecto, en mi casa, envuelto en la manta de Piolín. Él es un ultra que no se reprime un graznido a la hora de celebrar los goles. 

 
 

Juan Pablo Pablo.