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Los Gigantes Son Felices Con Poco

LOS GIGANTES SON FELICES CON POCO

 

Si Kingsley Coman, con escasos 20 años, ya ha ganado dos campeonatos ligueros en Francia, uno en Italia y otro en Alemania, jugar un partido contra Albania tampoco significa para él la mayor gloria deportiva.


No está en duda la entrega y el compromiso con los que el media punta derecho afronta sus partidos con la camiseta de la selección francesa. Simplemente se trata de otro de los jugadores —ya no tan extraños en tiempos de monopolio deportivo y reinados medievales de unos pocos clubes— destinados a llenarse de medallas, a cansarse de celebrar, a jugar en la élite mundial y aspirar a títulos y más títulos cada temporada.

 

Sin embargo, por suerte para los mortales, aquellos que no viven en la dicha de la gloria deportiva infinita, aún hay resquicios de alegría propia de los Juegos Olímpicos, esa competención donde, en parte fiel a su espíritu fundacional, participar y llegar a la meta ya constituye un triunfo. Todavía hay momentos que nos recuerdan que se vive de los detalles. Cada vez son menos y, desafortunadamente, parecen condenados a verse arrasados por la ola homogeneizadora del «solo importa ser primero y ser el mejor». 

 

Como el mundo es lo suficiente amplio como para que la felicidad corra por cuenta de cada uno de sus habitantes y no solo por quienes nadan en champaña, ni la alegría ni el dolor se pueden cuantificar. No hay una misma escala, pese al empeño de hacernos creer, al igual que con el tiempo, que todo debe verse igual en el mundo. Por eso, sirvan estas líneas ya no solo para mencionar el anecdótico dato de haberse convertido en el deportista más viejo en jugar una Eurocopa, sino para destacar la felicidad personal, la que viene en pequeñas dosis, la que no sale en las revistas del corazón y de la que no habla medio mundo por un mero interés chismográfico. 

 

Sea este un recuerdo, pues está lejos de ser el homenaje deseado, a vivir según lo que se quiere, lo que se ama y lo que se piensa. ¿Extravagancias? ¿Cortes de pelo marcándose un número o un mapa en las sienes? ¿Tatuajes en el cuello? ¿Celebraciones individuales y rebuscadas? ¿Indumentaria ajustada para presumir de gimnasio? Nada de eso. Fiel a su idea, seguro de su manera de ver la vida, leal a quien es, guerrero que muere con la botas puestas, Gábor Király, el portero cuarentón de Hungría, nos devuelve la fe en la Humanidad. 

 
 

Imposible imaginarse un mejor debut en la Eurocopa para Gábor: triunfo contra Austria, en el que es el clásico de selecciones más jugado después de Inglaterra-Escocia; liderato de grupo, cuando les consideraba el equipo más débil al inicio del torneo; demostración de flexibilidad, pese a que su físico invita a pensar lo contrario; y una sudadera gris manchada de pasto y llena de gloria. En definitiva, una felicidad tan inmensamente pequeña que Coman no la conocerá jamás.

 

Juan Pablo Pablo.