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UN BALÓN

UN BALÓN

 

Hay pocas situaciones que causen más miedo en la infancia que la de quedarse sin juguetes.


Para un niño sus juguetes lo son todo. Más allá de sus padres, a los que ama sin saberlo conscientemente, un niño siente devoción por sus juguetes. No importa si son muchos o pocos, de buena o mala calidad, nuevos o heredados de sus primos mayores. Para un niño sus juguetes representan su realidad, la puerta a un mundo de escenarios infinitos. Son, en definitiva, el alimento de su inagotable imaginación.

 

Con el paso de los años, el reconocimiento, también inconsciente, de la naturaleza social del hombre lleva a los niños a integrarse a una realidad común. Un mundo compartido: la amistad con sus iguales. A partir de entonces, el entretenimiento, las distracciones, los problemas, las risas y el llanto tienen una razón de ser humana. Los juguetes no han quedado del todo apartados pero ahora sirven de instrumento para prolongar o alimentar esos vínculos de naciente amistad. 

 

Es entonces cuando entre un sin fin de objetos aparece por primera e inolvidable vez el balón. En cuanto entra en escena no se volverá a ir. Llega para quedarse, para cautivar la atención, para robarse los sueños y para alimentar las ilusiones. No se concibe el colegio sin los descansos para jugar fútbol. Si, por algún extraño fenómeno, un niño se levanta con ganas de "ir a estudiar" es porque ese día tiene partido contra el otro curso o porque tiene clase de educación física que, cómo no, es sinónimo de fútbol y más fútbol.

 

Ocurre, pues, que la única preocupación radica en el balón: quién lo va a traer, con cuál vamos a jugar, si está bien de aire, si "quema" al pegar en la espalda. Todo gira alrededor del balón, incluso la propia pelota. Por eso el dolor, el vacío y el desconcierto cuando un profesor decomisa el sagrado objeto por estar utilizando fuera de las horas de recreo, o cuando al encargado de llevarlo al colegio se le olvida meterlo en la mochila. Pero lo peor, la pesadilla que provoca sudores y escalofríos es que el balón se pinche, se desinfle y quede inutilizable. Ese terror juvenil fue el que sufrieron todos los adultos, en un déjà vu insufrible, cuando vieron como se rompía el cuero del balón en el partido entre Francia y Suiza. En pleno 2016, cuando los avances tecnológicos nos acercan a los humanoides y los objetos reducen su fallo casi a cero, se revienta una pelota en plena Eurocopa.

 
 

Pero nada, ellos, los inmortales, como si tal cosa. No tuvieron problema en usar otro balón "perfecto" para continuar con el juego, sin saber que más de uno en su casa sufría al recordar aquellas aciagas mañanas en que tocaba quedarse a la sombra sin hacer nada porque la pelota había ido a parar a la valla y ahora colgaba, desecha y rota, del alambrado.

 

Juan Pablo Pablo.